Escarbadores y
recolectores, eso éramos. Para sobrevivir tuvimos que aprender a la
fuerza que de nuestro entorno era medicinal, venenoso o, sobretodo
nutritivo. Fuimos acumulando y transmitiendo esa información inmensa de
historia en historia. De canto en canto. De chamán en chamán. Así fue,
al menos, hasta que hace poco mas de 2300 años el griego Teofrasto
publicara el mítico Sistema Naturae, iniciando con ello la clasificación
botánica de nuestro entorno vegetal.
Aprendimos a comer raíces como la zanahoria, bulbos (tallos, según algunas clasificaciones) como el ajo, comulgar con la enorme energía que acumula una semilla y entender que cuando de esta brota la primera hoja (o dos, según el caso) su poder es aun mayor. Flores, hojas… ¡Todo lo comemos y clasificamos!
Pero es irónico que, siendo para los cocineros nuestro mundo, no sepamos prácticamente nada de botánica. Rara vez sabemos con certeza cual parte de una planta estamos comiendo, mucho menos sus propiedades o su entorno. Siendo la cocina un oficio técnico con lenguaje propio, lógico sería que el vocabulario botánico fuese parte de él. Hablamos de entender y nombrar nada menos que la fuente principal de energía desde la que se sustenta la vida sobre la tierra. Mas allá de nuestras clasificaciones intuitivas (y muchas veces erróneas) de verdura, vegetal, fruta, hortaliza, cereal; necesitamos entender con que contamos (nuestra biodiversidad), en que momento (estacionalidad), si lo tendremos (sustentabilidad) y, para transmitirlo, saber nombrarlo desde una nomenclatura ordenada.
El fin de un cocinero no puede ser únicamente hacer un buen plato. Esa es la condición mínima. Lo que hacemos afecta (para bien o para mal) tanto a productores como a nuestro entorno, y si deseamos ser parte activa de las soluciones y de las contribuciones a la sociedad en la que estamos insertos, la botánica pasa a ser fuente de información fundamental.
Un botánico nos puede explicar que de lo que crece en nuestro entorno es comestible. Por ejemplo, el amaranto ha cobrado cada vez mas relevancia a nivel mundial por sus propiedades nutritivas, y resulta que lo tenemos bajo el nombre de pira creciendo hasta en las aceras de nuestras ciudades; o puede indicarnos como en las faldas de nuestro cerro Ávila crece una piperácea nativa, que con intenso aroma a pimienta pude engalanar nuestros platos, tal como se hace en México. ¿Sabía usted que existen calendarios de fructificación y semillas, que indican en que momento del año tenemos cada fruto comestible del país? (se consiguen en el Ministerio del Ambiente y en las facultades de Agronomía) ¡Lo que haría un cocinero con ello!
Pero mas allá de los evidentes aportes gastronómicos que podemos sacarle a un botánico, entender nuestra propia gastronomía pasa por entender claramente la bioregión en la que habitamos. Desde la que nos proveemos. La misma que inequívocamente define la cultura gastronómica de nuestras zonas de influencia. Si deseamos defender nuestro vasto acervo gastronómico, debemos tener las herramientas. El conocimiento botánico indudablemente es un buen aliado. Por ejemplo, conocer las características de una bioregión nos permite entender que elementos foráneos de siembra podrían forzar su frágil equilibrio edificado por milenios. No es casual que las zonas cuyo mercadeo depende del agro se defiendan con las uñas en contra de invasores. Piense usted, por ejemplo, lo que implicaría para la Isla de Margarita que una siembra rentable invasora desplazara al tomate o al ají, emblemas de Nueva Esparta; o que la zona francesa de Burdeos se quedara sin uvas para hacer vino. No es apocalíptico el escenario, ha sucedido y sucede todo el tiempo en el mundo. La avaricia sumada a la ignorancia es una combinación letal, o como dijo un amigo: “La gastronomía sumada a la botánica, es una combinación vital”.
Aprendimos a comer raíces como la zanahoria, bulbos (tallos, según algunas clasificaciones) como el ajo, comulgar con la enorme energía que acumula una semilla y entender que cuando de esta brota la primera hoja (o dos, según el caso) su poder es aun mayor. Flores, hojas… ¡Todo lo comemos y clasificamos!
Pero es irónico que, siendo para los cocineros nuestro mundo, no sepamos prácticamente nada de botánica. Rara vez sabemos con certeza cual parte de una planta estamos comiendo, mucho menos sus propiedades o su entorno. Siendo la cocina un oficio técnico con lenguaje propio, lógico sería que el vocabulario botánico fuese parte de él. Hablamos de entender y nombrar nada menos que la fuente principal de energía desde la que se sustenta la vida sobre la tierra. Mas allá de nuestras clasificaciones intuitivas (y muchas veces erróneas) de verdura, vegetal, fruta, hortaliza, cereal; necesitamos entender con que contamos (nuestra biodiversidad), en que momento (estacionalidad), si lo tendremos (sustentabilidad) y, para transmitirlo, saber nombrarlo desde una nomenclatura ordenada.
El fin de un cocinero no puede ser únicamente hacer un buen plato. Esa es la condición mínima. Lo que hacemos afecta (para bien o para mal) tanto a productores como a nuestro entorno, y si deseamos ser parte activa de las soluciones y de las contribuciones a la sociedad en la que estamos insertos, la botánica pasa a ser fuente de información fundamental.
Un botánico nos puede explicar que de lo que crece en nuestro entorno es comestible. Por ejemplo, el amaranto ha cobrado cada vez mas relevancia a nivel mundial por sus propiedades nutritivas, y resulta que lo tenemos bajo el nombre de pira creciendo hasta en las aceras de nuestras ciudades; o puede indicarnos como en las faldas de nuestro cerro Ávila crece una piperácea nativa, que con intenso aroma a pimienta pude engalanar nuestros platos, tal como se hace en México. ¿Sabía usted que existen calendarios de fructificación y semillas, que indican en que momento del año tenemos cada fruto comestible del país? (se consiguen en el Ministerio del Ambiente y en las facultades de Agronomía) ¡Lo que haría un cocinero con ello!
Pero mas allá de los evidentes aportes gastronómicos que podemos sacarle a un botánico, entender nuestra propia gastronomía pasa por entender claramente la bioregión en la que habitamos. Desde la que nos proveemos. La misma que inequívocamente define la cultura gastronómica de nuestras zonas de influencia. Si deseamos defender nuestro vasto acervo gastronómico, debemos tener las herramientas. El conocimiento botánico indudablemente es un buen aliado. Por ejemplo, conocer las características de una bioregión nos permite entender que elementos foráneos de siembra podrían forzar su frágil equilibrio edificado por milenios. No es casual que las zonas cuyo mercadeo depende del agro se defiendan con las uñas en contra de invasores. Piense usted, por ejemplo, lo que implicaría para la Isla de Margarita que una siembra rentable invasora desplazara al tomate o al ají, emblemas de Nueva Esparta; o que la zona francesa de Burdeos se quedara sin uvas para hacer vino. No es apocalíptico el escenario, ha sucedido y sucede todo el tiempo en el mundo. La avaricia sumada a la ignorancia es una combinación letal, o como dijo un amigo: “La gastronomía sumada a la botánica, es una combinación vital”.
II
Bien dicen que toda crisis es una oportunidad, y ante reducciones
presupuestarias en el Jardín Botánico de Caracas se plantearon un curso
de “Botánica y Gastronomía”, proyectando a la sociedad el conocimiento
acumulado. La licenciada Alix Amaya ha ideado un taller compuesto de 4
horas teóricas y 4 prácticas dirigido especialmente a cocineros, para
ser dictado en el mismo Jardín, o en escuelas de cocina en cuyo caso el
componente práctico se haría en un supermercado. Como bien dice ella, lo
único que hace falta son grupos organizados con ganas de aprender y que
la contacten a través de su correo alixamaya@gmail.com. Los objetivos
que tiene son simples, pero trascendentales: Que nuestra cocina sume
valía mediante el uso de nuestra flora nativa, en platos creados desde
nuestra propia dinámica sustentable.
Tomado del Blogger de Sumito Estevez http://sumitoestevez.ning.com/profiles/blogs/284-botanica-y-gastronomia?xg_source=shorten_twitter
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